jueves, febrero 13, 2014

Nuestra frágil inteligencia


          Buscando entre los múltiples tópicos sobre los que podría escribir en esta primera entrada, me he topado de cabeza con un trabajo que se integra perfectamente en el propósito del blog: Our Fragile Intelect, Gerald R. Crabtree (Trends in Genetics, 2013). Tan sólo las líneas iniciales (que paso a traducir a continuación) darían pie a múltiples e interesantes debates como los que, de hecho, han tenido lugar respecto a estos polémicos datos y reflexiones.
(…) Apostaría a que si de pronto apareciera entre nosotros un ciudadano promedio de la Atenas del 1000 a.C, él o ella se encontraría entre los más brillantes y las mentes más despiertas de todo nuestro entorno, con una buena memoria, un amplio rango de ideas y una clara visión acerca de temas importantes. Incluso podría asegurar que estaría entre nuestros amigos y compañeros emocionalmente más estables. Es más, quizá podría extender estas afirmaciones a los antiguos habitantes de África, Asia, India y América de hace 2000-6000 años (…)   

            Supongo que, ante tamaña aseveración, no pude (y creo que un lector de estas líneas con un mínimo de curiosidad tampoco podría) resistir al impulso de seguir leyendo para ver cómo ha llegado a extraer sus conclusiones. Para no aburrir con pesados conceptos genéticos trataré de explicar sus argumentos de la manera más simple que sea capaz. El autor trata inicialmente de estimar el número de genes que pudieran estar implicados en el coeficiente intelectual de una persona. El dato es importante, ya que lógicamente existe una mayor probabilidad a sufrir cambios espontáneos por mutaciones cuanto más grande es la cantidad de genes implicados en una característica. Como nos podemos imaginar, la utópica idea de un único gen responsable de nuestro pensamiento, cuya mutación apaga a modo de interruptor nuestra capacidad de pensar, es demasiado lejana de la realidad (afortunadamente… no quiero ni pensar lo que podría suponer algo así). Quizá esta situación pueda suceder en ciertas enfermedades génicas pero aquí no es el caso (a pesar de que en ciertos individuos su inteligencia se pueda considerar una enfermedad como tal). Es más, atendiendo a diversos trabajos, el escenario completo es bastante más complicado. Según G. Crabtree, la estimación del número de genes “inteligentes” se puede abordar con el estudio de las deficiencias intelectuales asociadas a defectos en el cromosoma X (XLID, por sus siglas en inglés). ¿Por qué estas enfermedades y no otras son útiles en nuestro propósito? Debido a que en el hombre (XY) sólo existe un único cromosoma sexual X, los efectos derivados de mutaciones en el mismo no pueden ser compensados por una segunda copia del mismo (recordemos que los seres humanos tenemos parejas de cromosomas), a diferencia de lo que ocurre con la mujer (XX). Se registran casos igualmente en mujeres, pero por ese mismo motivo son menos frecuentes. Los estudios de perfiles genéticos de estos pacientes han concluido que las mutaciones en 215 genes (denominados genes ID, Intellectual Deficiency ) de este cromosoma X conllevan la aparición de XLID o deficiencias emocionales (Gecz, J et al.; The genetic landscape of intellectual disability arising from chromosome X, Trends in Genetics, 2009)). Ello implica en torno al 25% del total de genes descritos en el cromosoma X con lo que, haciendo una estimación global conservadora en base a ese porcentaje, alrededor del 10% de todos los genes del genoma humano (es decir, entre 2000 y 5000) pueden estar implicados en las capacidades intelecto-emocionales. Sorprendentemente, de todas las mutaciones (casi la mitad se han estudiado en detalle), la inmensa mayoría no están ligadas a procesos cerebrales o neuronales sugiriéndonos que su modo de implicación ha de ser indirecta. Ello supone que la inteligencia en clave genética funciona a modo de una compleja red de conexiones que con la progresiva acumulación de defectos (en este caso, mutaciones) pierden progresivamente funcionalidad. En general, algunas mutaciones son de carácter fuerte, que llegan incluso a reducir la fecundidad de los portadores. Para desgracia de la humanidad, esta no es la situación más habitual y, por tanto, las mutaciones de carácter débil se acumulan y transmiten de generación en generación. En definitiva, una prueba patente de que la ignorancia (en algunos casos -más de los que me gustaría- asociada con tontería) se transmite y se amplifica con el tiempo. De todas formas, no creo que necesitemos tantos tecnicismos para constatar que esto es un hecho generalizado. No hay más que fijarse en cuan mínima es la representación de conversaciones inteligentes mantenidas en el último tiempo al compararlas con el abultado número total de, llamémoslo así, “insustancialidades”... y que en la mayoría de las personas, estas últimas tienden al 100% o se quedan en última versión comercializada de cierta marca de Smartphone (Curioso nombre, ¿no? Teléfono inteligente… ¿será verdad que nos hacen falta aparatos para poder pensar mejor?)   
           Llegados a este punto, hay que introducir el término “Mutaciones Deletéreas” (o deleterious mutations (DM) en el idioma de Shakespeare), que son todas aquellas mutaciones que provocan un efecto negativo perfectamente medible en el organismo. El autor, utilizando una sencilla matemática, propone que si tomamos en cuenta la frecuencia de aparición de estas DMs en el hombre, que es de aproximadamente una por cada gen con transcripción activa por cada 100 000 generaciones (Kong, A et al.; Rate of de novo mutations and the importance of father’s age to disease risk, Nature 2012), y que, como hemos dicho, entre 2000 y 5000 genes pueden tener alguna influencia en nuestra inteligencia, 1 de cada 20-50 niños nacidos en cada generación contiene al menos una de dichas mutaciones. Traducido en una escala temporal mayor, es posible que durante los últimos 3000 años (aproximadamente 120 generaciones) hemos perpetuado en nuestra especie… ¡entre 2 y 5 DMs perjudiciales dentro de nuestros genes ID! Si es que… tanto tiempo dedicado al fútbol y a las redes asociales no puede ser bueno.

            Por tanto, alguna persona podría llegar a decir: “Total, si como dices, el proceso es genético, y yo no sé de qué va eso, ¿para qué preocuparme? Me voy entonces a ver la tele”. Aquí parece que las DMs han ejercido un efecto devastador en este ser humano. En una idea tan simple a la par que mediocre reside el tan extendido principio del: “Total, que voy a hacer yo para cambiar las cosas. Si yo estoy más o menos bien. Que lo hagan otros”. Y al sofá a atacar el mando a distancia para seguir la práctica “todológica” de activista de salón. Si nos ponemos en contexto, una persona que tuviera esta actitud tan simplista y carente de esfuerzo mental no sobreviviría en las sociedades cazadoras-recolectoras de nuestros ancestros africanos de hace 50.000 años. De hecho, es entonces cuando el volumen intracraneal (es decir, tamaño cerebral) y el córtex prefrontal (la zona cerebral relacionada con nuestro pensamiento abstracto) alcanzaron sus máximos valores expansivos. ¡Mucho antes incluso de tener un lenguaje hablado o escrito! Entonces… al contrario de lo que normalmente suponemos o nos hacen suponer, quizá la vida como cazador-recolector requería de una inteligencia grande, tanto como para hacer crecer nuestra capacidad cerebral a lo largo de generaciones. Es más, a partir de este momento el ser humano comenzó a construir herramientas, implementar melodías musicales, desarrollar sentimientos de carácter religioso-místico…. gracias a la evolución de ese cerebro.  

          Sin duda, muy probablemente en ese entonces llegamos a la cúspide del desarrollo inteligente, con los susodichos 2000-5000 genes encargados de mantener nuestras habilidades mentales. Pero, si damos por válida la teoría darwiniana, tratemos de imaginar por un momento la enorme presión selectiva que debieron soportar cada uno de estos miles de genes por separado. De hecho, son unos genes operan de forma independiente, que han de coordinarse a la hora de generar el complicado rasgo “inteligencia”, y además provocando una ventaja evolutiva sobre el promedio de individuos. Se me antoja una tarea complicada (si no, imposible)… pero en cualquier caso esa presión natural tan increíblemente grande pudo realmente existir. Sólo hay que pensar que un fallo de cálculo o un momento de despiste podía suponer el ser atacado por un animal, comer una hierba tóxica o padecer una severa tormenta de frío y nieve. En definitiva, la diferencia entre la vida y la muerte. Es decir, únicamente aquellos individuos que poseían una inteligencia, denominémosla, superior a lo normal eran los únicos que sobrevivían y por tanto transmitían su carga genética a la descendencia. La traducción es simple: si piensas, sobrevives; si no, mueres. Ahí está la presión selectiva que suponíamos. 

         A partir de ese momento, el hombre fue progresivamente desarrollando el lenguaje, la  agricultura y la ganadería; se fue transformando progresivamente en un animal sedentario con la formación de núcleos urbanos cada vez más grandes; fue especializando cada vez mayor de las tareas… en definitiva, un intelecto en ciernes que ha ido reduciendo la tremenda presión ambiental de sus ancestros, haciendo más cómoda y sencilla la supervivencia… incluso de aquellos menos inteligentes. Quizá la única presión selectiva podría llegar desde la resistencia o no a las enfermedades asociadas al hacinamiento de gente, y no tanto a la capacidad de análisis de situaciones. Por lo tanto, como consecuencia de la venida del progreso (esto es, del desarrollo de las sociedades modernas sedentarias) no sólo los genes “inteligentes” se transmitían a las nuevas generaciones, sino también aquellas DMs que iban en detrimento de nuestras capacidades mentales. Curioso, ¿no? Y tan sólo por volvernos cómodos y mentalmente inactivos… vaya, el curioso párrafo del principio comienza a tener algo de sentido.  

           Se me podría argumentar en contra que efectivamente perdemos ciertas capacidades derivadas de la supervivencia, pero que ganamos otras como las habilidades sociales y tecnológicas. Por lo tanto, la clave reside en cuál es el rasero por el que mides la inteligencia y no sólo en los factores que expongo. Estoy de acuerdo con ese argumento. Es más, hoy por hoy el hombre se ha transformado en lo que podríamos denominar una “máquina social”, cuyas habilidades, dicho de forma fría y calculadora, son la diferencia entre reproducirse o no. Y eso requiere de ciertas capacidades totalmente imposibles (o al menos eso nos hacen creer) para los habitantes de las cavernas. Pero lo que la realidad nos dice es que si un cazador-recolector cometía un error de cálculo, suponía un grave riesgo para su supervivencia, y por consiguiente, de la de su familia que dependía de las provisiones que conseguía. En cambio, si un empresario/a del siglo XXI comete el mismo error de cálculo con el balance de cuentas, su empresa quiebra y recibe una compensación por sus servicios en forma de pensión multimillonaria (por no decir que se gana el puesto en algún que otro consejo ejecutivo de otra organización… no voy a poner nombres porque cada uno los conoce perfectamente). Es más, con su porte de traje-corbata o falda corta, peinado engominado o permanente, un poco de trabajo de gimnasio y su estatus monetario elevado, posiblemente (no me hagáis mucho caso) tenga una “ventaja reproductiva” sobre el resto de los simples mortales con una vida más modesta. Paradójico, ¿verdad?  

            Entonces, volviendo al zoquete intelectual que se pasa la vida criticando sin moverse de su silla de ordenador y/o sofá del salón, sería interesante preguntarle: ¿eres capaz de entender este texto? (¿Acaso dudaba alguien que esta era la primera pregunta?). Si la respuesta es un “Sí” (poco probable por otro lado. Una cosa es saber leer y otra es entender…), habría que plantearle por qué entonces sigue engordando sus posaderas, por qué muscula la lengua expresando sandeces y no lucha por el futuro suyo y de sus congéneres. Que gracias a su inestimable cooperación y la de otros tantos muchos de su condición, la especie involuciona intelectualmente. 

            Desgraciadamente, este problema tan generalizado desemboca en que el valor personal se mide por la adscripción a un equipo de fútbol, por cuál es tu actualización más reciente en la red asocial o si vas el día del estreno a ver la película de moda. Es decir, pantallas de humo muy cómodas para no afrontar la realidad, disimular una inexistente normalidad y evitar enfrentarse a la ardua tarea de pensar por sí mismo sobre los problemas que existen. Todo lo resolvemos con un “es que me falta motivación”, “es demasiado difícil” o un “eso no me afecta”. Eso sí, criticando a los que proponen acciones directas con estupideces del tipo “es un facha”, “eso no lleva a ningún lado” o rasgándose las vestiduras sin ofrecer una mera crítica constructiva al respecto. Para mayor gravedad del asunto, la polarización dentro del triste espectro dualista social (PP o PSOE, Messi o Cristiano, Belén Esteban o Carmen Cantalejo…), cuyos sectarios miembros son capaces de negar la crisis económica o retrotraernos a leyes franquistas sobre el aborto, piensan que explica por sí mismo sus comentarios. La presión social incita igualmente a que los miembros fuera de este sistema (es decir, aquellos que por fortuna no tragan semejante falacia) sean convenientemente aislados y ridiculizados por los fanáticos del status quo, con el único fin de desviar la atención sobre sus propias limitaciones intelectuales y personales. Aquí es donde se desarrolla plenamente el concepto irracional de moral de grupo: el individuo pierde identidad en favor de unos ideales autoimpuestos procedentes de fuera de la propia persona, en el qué dirán más que en qué me parece. Traducido a un lenguaje más de calle, es mejor que otros piensen por ti para resolver tu propia vida. A la vista de estas reflexiones, creo que puedo concluir con que la moralidad individual es incómoda. No gusta que alguien piense por sí mismo porque incomoda mi espacio de seguridad. Si a ello le unes un chovinismo extremo con un poquito de mediocridad, tenemos un resultado meridiano: la sociedad española y, por ende, todos y cada uno de sus miembros (funcionarios, deportistas, profesores, barrenderos, políticos, religiosos, panaderos, científicos, dependientes de tienda, monarcas…). Pocos se libran.